Mamá, me voy el martes
La maleta esta a medio hacer. Me queda llevarme prestado calcetines( sin tomates, a poder ser) de papá y adueñarme de algún que otro producto del pelo de mamá. Hecha, revisada y sellada ya solo me queda esperar hasta la hora de salida. Para hacer algo de tiempo me doy una vuelta por el jardín -Es de los pocos lugares en los que veo cambios, donde el transcurso del tiempo deja su huella. Porque por lo demás, todo seguirá igual que como lo dejé-. Allí guardo multitud de recuerdos, a cuál de ellos mejor. Me quedo observando un arenero situado en la parte trasera de la casa, cerca de una hamaca atada a dos árboles. Siendo poco menos que un renacuajo, solía pasar tardes enteras en aquel arenero; construía castillos de arena, caminaba descalzo sobre ella y la agarraba fuertemente con mis manos para que se deslizara entre mis dedos. Quizás de ahí surgió mi devoción por la playa. A día de hoy, en ese arenero yacen enterrados el cuerpo de ya dos perretes que tuve en mi infancia y adolescencia. La virgen, como los quise y como los quiero actualmente. Que culpa tendrán ellos de nada, de cualquier cosa mala que les pase. Vuelvo a abrir el armario por si me he dejado alguna prenda que llevarme. Cuando vuelva a abrir ese armario de nuevo, será un baúl de recuerdos. Toda esa ropa no la sentiré mía, pertenecerá a aquel chico que un día se fue y ahí la dejó. Que difícil es convivir con lo que un día uno fue y con esas prendas ‘cargaditas’ de recuerdos. No le encuentro remedio algún ni pretendo buscárselo siquiera.
Ayer, lunes, me despedí de quien debía. Solo me quedan los abuelos, les prometí ir a verlos antes de subir al tren. Me dispongo bajar a despedirme como si fuera la última vez que los vuelva a ver. A sabiendas de que cuando en un tiempo regrese, no estén por aquí corpóreamente. Porque que sé yo. Que sé yo de la vida, de cuanto tiempo pasará y de lo que está por venir. Porque todo se vive y sienta mejor cuando piensas que podría ser la última vez de todo. Ella me implora que me quede, que a cuenta de qué marcharme yo solito por ahí, tan lejos de todo. Él me reafirma que hago bien en irme, que aquí no me depara futuro alguno.
Dejo a mi padre acurrucando al motivo por el que recientemente se ha convertido en abuelo. Un par de palmadas en el hombro y un ‘nos vemos pronto’ son suficientes para mostrarnos afecto. Es un martes con sabor a domingo. La perrita mueve el rabo paulatinamente de lado a lado, con cautela. Se pasó toda la mañana mirándome con especial atención, con un brillo en los ojos que pocas veces había visto en ella. Ella, con los aires de pasotismo con los que anda por casa y tan perruna que llega ser, pareciera que le importara mi existencia aquella mañana. Es como si se cerciorase de lo que estaba ocurriendo. A lo mejor el que estaba especialmente atento aquel día de como la perra me miraba era yo.
Llegó la hora, porque siempre llega. Creeme cuando digo que uno no se acaba de acostumbrar a esto de las despedidas y todo lo que ello conlleva. El resto es una maleta medio llena, un viaje en silencio y una historia por contar.